
La Habana, 9 dic.- Uno de los aspectos que se destacan cada año cuando se habla del tema de la descolonización es el de los legados culturales. Estamos viendo marchas en las cuales se queman libros, se derriban estatuas, se destruyen cuadros de grandes autores. Le llaman cultura de la cancelación o reajuste cultural —cancel culture en inglés—. Y remarco el término anglosajón porque es un fenómeno que —nacido de los estudios culturales británicos— no posee arraigo en el anticolonialismo de la periferia que surgiera con fuerza en el primer periodo de luchas modernas contra los viejos imperios. No se trata de una visión afincada en los pueblos realmente afectados, sino en una especie de moda, donde se enarbola la bandera de las minorías raciales y étnicas simplemente porque “se usa”. Elementos de cohesión grupal y generacional, visiones comunitarias que son más propias de tribus urbanas; tales son los caldos de cultivo en los cuales se expanden estos procesos simbólicos. La cultura vista como moda y no como esencia de una cuestión crítica y emancipadora.
Así, además de la cancelación existe el término “apropiación cultural” que es cuando alguien —perteneciente a la cultura occidental blanca— se adjudica una causa o lucha de otro pueblo o país. Como si la solidaridad debiera estar signada por identidades inamovibles y no por la empatía y la comprensión humana. Dicho así, si usted se identifica con la lucha de los indios mapuches eso no le da a usted el derecho de usar ropa o un gorro alusivo, porque se interpreta como un intento de suplantación cultural que les resta protagonismo a quienes deberían estar en el centro. La cosa de las identidades va más en el deseo de segmentar, de dividir que el de luchar y no es raro que en ese mundo posmoderno en el cual nada de esto a fin de cuentas posee sentido se den peleas encarnizadas entre radfems y travestis, entre transfeministas y feministas identitarias, entre ecologistas y veganos, entre animalistas y defensores de la tauromaquia. Estas batallas “culturales” parecieran ser más importantes, más cool, de hecho, se les da todo el espacio en los medios y se polariza la sociedad de manera tal que la participación queda suspendida entre los extremos que sirven a las élites. Vayamos al caso de España, allí o eres un defensor de la fe y un nacionalista férreo estilo Cid o tienes que aliarte al lado contrario, progre sin ser realmente socialista, diluido en las muchas luchas segmentadas que no conducen a nada. Puntos medios no hay y ese es el modelo de política que surge de las agendas culturales que rigen Occidente. Otra cosa, una vez que se adentra uno en esas segmentaciones, es evidente su superficialidad, su no comprensión de lo social y cómo resultan funcionales a intereses supra, al servicio de cuestiones más opacas.
Yendo de nuevo al debate en torno a la cultura de la cancelación. El fin de los monumentos no implica que se borre la historia que los creó y pareciera que los de este pensamiento desean no solo reajustar, sino viajar al pasado y ganar las guerras que perdieron. Es cierto que no se debe hacer apología a lo que de alguna manera no edificó algo en la línea de la justicia, pero borrarlo no lo hace mejor, no le dará equilibrio. No solo los nazis quemaron libros, pero hacerlo era un acto temerario, que iba más allá del simple proceso de desaparición de los autores en las llamas. Era la negación de una verdad, la imposición de la mentira y la creación de una post identidad en la cual nada tiene por qué ser racional, sino moldeable, manipulable, líquido. El poder usa la cultura a su antojo, la lleva a sus recovecos y no responde a verdades éticas. Asimismo, la cultura de la cancelación no ve en los procesos cuestiones de índole racional, sino oportunidades para aplastar a contrarios y reafirmar desde el poder sus intereses.
La cultura de la cancelación es un arma que puede usarse tanto para agitar como estupidizar a las masas. Los casos de personas que dañaron cuadros clásicos, solo para llamar la atención en cuanto al cambio climático parecieran salidos de comedias, si no fuera por lo trágico del suceso. El arte paga la culpa del daño de hoy, todo porque para la cancel culture el reajuste general no perdona y sobre todo si se trata de obras del pasado. Hay como un deseo de negarlo todo, sin que se aporte nada. Un anti intelectualismo que está hecho de la madeja de la ignorancia y el poder que manipula, miente y nos lleva a ser su rebaño.
No está bien, desde nuestro punto de vista, que se atente ni siquiera contra las estatuas de aquellos que no fueron éticos, porque esas obras sirven como documentos para criticar el pasado y erigirnos en algo mejor. Eso si somos lo suficiente humildes y capaces de hacer ejercicios sanos de deconstrucción de la historia, de lo contrario lo mejor es no opinar de esos asuntos. Y es que la cancel culture está haciendo otra cosa que es fatal: le da voz a una legión de ignorantes que hacen de la furia —la iconoclasia— su manera de llamar la atención y de destruir sin llegar a nada. Estas luchas posmodernas no solo son tóxicas, sino que no conducen a otra cosa que a la reafirmación del patrón de coloniaje, ya que no existe en estos grupos un sujeto crítico fuerte que se enfrente y piense los fenómenos con contundencia.
Entre el contrapunteo de la apropiación y la cancelación, el sujeto común, el humano de estos tiempos, entiende la política como una socialización grupal —típica de adolescentes— y no como la herramienta de cambio, se adapta a lo peor y lo idealiza en lugar de pensar que más allá hay otras realidades en las cuales se dirimen conflictos, polémicas.
El antídoto es pensar, ejercer lo humano sobre lo inhumano. La alienación solo es posible cuando conscientemente hemos renunciado a lo que somos y queremos parecernos a un modelo hipostasiado. Esa luz del rebaño rara vez conduce hacia puerto seguro y en esos grupos en los cuales prima la cancelación se ven procesos de irracionalidad que lindan en lo alucinante. Han copado, no obstante, la izquierda posmoderna, llevándola por derroteros que no eran los esenciales y negando las vías de lucha cultural que van a la médula del sistema. La negación de Colón no nos va a devolver a los pueblos originarios, la negación de Hitler no borrará los campos de concentración. La historia hay que estudiarla como es, con sus marcas, hay que consumirla críticamente, pero científicamente, ya que lo contrario es el relato, la falsa narrativa y el casarnos con versiones que no son parte de los hechos en su plenitud.
Cada año, cuando se conmemora el 12 de octubre, vemos las estatuas manchadas o caídas y a los grupos reivindicando estas acciones como su fueran pequeños mayos franceses en medio de la historia presente. Pero en paralelo, a pesar de que queman y rompen, en el lado del mundo donde realmente existe opresión nadie hace nada. La visión del progre occidental, ese que consume la ideología como si fuera MTV, no puede abarcar todo el conjunto de lo que en esencia no se tomó el tiempo de estudiar o de entender. Por eso es que la cancelación más que un hecho de superación o de dialéctica es una anulación y no conduce a empoderar a nadie.
La cancelación solo cancela, pero ni edifica, ni contribuye, ni asume las consecuencias de lo que destruye. Es la inconsistencia adolescente llevada a la categoría de la política, sin que se limen sus asperezas, sus inacabados entendimientos y esa manía inmadura de ir contra todo sin saber nada. (Texto: Mauricio Escuela/ Cubasí) (Foto: Cubasí)