Camagüey, Unión de Periodistas de Cuba, Yurislenia Pardo Ortega, crónica, reportaje periodismo

Yurislenia en el cielo con girasoles


Por Enrique Milanés León/Cubaperiodistas.

Hay ciertas noticias que llegan al revés y, como no tenemos preparadas para ellas la agenda de nuestras vidas, nos cuesta más aceptar, digerir, escribir… Se supone, por ejemplo, que sean los jóvenes periodistas quienes despidan con sus crónicas a los colegas viejos que partan, así que, cuando Yurislenia Pardo Ortega acaba de morir con apenas 35 años y dos pequeñas hijas que empinar, uno se ratifica en la idea de que no solo sabe muy poco de periodismo, sino que el periodismo mismo a veces no alcanza a entender la vida.

Ella fue grande, sin embargo, esta no es la crónica de la invencibilidad. No busquen eso. La heroína que describen estas líneas era de tan de carne y hueso que perdió la batalla como le sucede a cualquiera… ¡pero qué pelea dio!

Por momentos, parecía que lo iba a lograr. Su desafío real recordaba el relato ficticio del gran Onelio Jorge Cardoso, aquel de la incansable Francisca que, con su perenne hacer en el campo, mareó a la señora de la guadaña y la humilló sin misericordia frente a unos cuantos guajiros. Aquí, parecido: durante casi un mes, la Parca subió los ocho pisos de la sala de cuidados intensivos del hospital Hermanos Ameijeiras indagando por la periodista camagüeyana.

—¿Yurislenia -respondían con otra pregunta pacientes, trabajadores de servicio y especialistas encumbrados-… no se cruzó con ella en las escaleras? Bajó apurada, ni esperó el ascensor, en busca de un dato para un reportaje de agricultura. ¿Yurislenia…? Seguro le ha dado por entrevistar a un médico. ¿Yurislenia? Se escapó de la sala a hacer gestiones por los reporteros de su provincia… porque, ¿usted sabe?, compañera Muerte, esa jovencita es presidenta de todos ellos.

Fue una bronca sonada, de flaca a flaca, de poder a poder. Alentada en su esquina por centenares de personas de todas las orillas, por donantes de sangre —entre otras cosas— desconocidos y por rezadores que incluyeron a unos cuantos ateos, nuestra muchacha pudo haber ganado, pero la muerte, que vive de matar y aprendió un poco de la lección de Francisca, tiene sus mañas y al final atacó dos veces por el punto (más) sensible de un periodista: el corazón.

Claro que Yurislenia había investigado y, como analista de historias -que es en eso en lo que consiste realmente la profesión del buen reportero- proyectó todos los escenarios. Mientras los médicos trazaban estrategias con su cuerpo como principal teatro de operaciones, ella ordenada otras cosas. Así que, incluso enfocada en sobre/vivir, decidió ser cremada -en caso de…- y que sus cenizas fueran esparcidas en la camagüeyana playa de Puerto Piloto, regada en otros tiempos por los polvos últimos de su padre y de un tío querido.

Desde este 18 de enero, las partículas buenas de La Yuya abrazan su Isla nuestra, toman el canal Viejo de Bahamas o buscan por el oriente las Antillas Menores —esas islas pequeñas como sus hijas Gabriela y Andrea— para escribirnos un día las historias del mar que tanto le apasionan.

Frente a la realidad de su cremación y del traslado de sus cenizas a Camagüey por un trío amantísimo: su hermana Yuli, su prima Yani —abrazada a la urna en todo el camino con un fervor de guerrillera— y su tío Carlos, las preguntas no hicieron más que crecer: ¿A qué temperatura pueden quemarse los sueños? ¿Qué fuego pudiera vencer los planes de cariñitos a dos niñas hermosas, la ternura de un matrimonio, los abrazos a tía y tío, la complicidad de hermana y primos, la guía de las sobrinas y el beso hondo a mamá…? ¿Qué hoguera puede parar la determinación de un reportero…? No sé. Ya dije que el periodismo no es mi fuerte.

Además de una muy conocida en el gremio: la exposición de elementos en interés descendente, la colega Yurislenia Pardo Ortega invirtió otras pirámides porque, más allá de las técnicas profesionales, dio incluso a los veteranos varias lecciones de vida que se supone requerirían mucha experiencia. La mayor, sin dudas, fue su determinación -dicho al duro, “no le dio su gana camagüeyana”- de no convertir en «penosa» una enfermedad que encaró con ejemplar energía. A ella no se le vio ni una pena; la pena, y mucha, fue todo nuestra.

Cierta vez, mientras Yurislenia descansaba en uno de los intervalos hospitalarios, su mamá Eugenia lagrimeaba en silencio, a su lado. Al verla, la joven le exigió: "¡No hay que llorar, todo está bien, todo está bien!". Callado ante aquella escena, un amigo presente recordó enseguida el “¡No aguanto lágrimas!” de ya sabemos quién.

Ni la de la invencibilidad ni la de la relatoría: no es esta la estampa de las ceremonias ni de más listas de nombres que no sean su propia figura. Baste decir que en poco más de una década de ejercicio y en apenas diez meses como presidenta de la UPEC en Camagüey, ella ganó la autoridad suficiente para que las mayores autoridades de la provincia fueran a su despedida, no a hacer discursos sino a sumar, humildemente, corazones.

Yurislena Pardo Ortega estremeció por completo la sede nacional de la UPEC. Se ha visto decenas de veces a Ricardo Ronquillo quitarse la camisa de presidente para apoyar de cerca a colegas enfermos, pero esta vez fue más lejos: ya sin sus sencillas piezas de manga larga, se abrió el pecho desnudo, limpio para ella. A su lado, y aun delante de él, dos funcionarias de atención a colegas, Madelín y Mariela, «compraron» en el mercado de los afectos las más grandes alas de ángeles —¡con lo caras que han de estar hasta las plumas!— para erigirse, con celeridad y ternura, en la guarda de la muchacha que hacía tan solo unos meses no conocían. Y de los tres para abajo, ¿o para arriba?, la pregunta general era: ¿qué más hay que hacer?

En tiempos de agobio económico, y a veces de fe renqueante, el sector periodístico apreció de nuevo para qué sirve la UPEC.

Es cierto que esas dos niñas, en las que ahora piensa un gremio y un país, recibieron un tajazo muy fuerte en sus paisajes, pero también se han quedado con el retrato renacentista y renacedor de una madre extraordinaria que dejó para ellas bellas anécdotas que en los próximos años, como migas de pan o aroma de pastel de guayaba, amarán descubrir y repasar. De momento, Gaby, la «mayor», subida con su papá en la azotea, ya ubicó un lucero que se llama Mamá.

Hay periodistas como Yurislenia Pardo que escriben (más) en reportaje pero que viven en crónica. Su muerte, como su vida, estuvo cargada de emocionantes detalles. No asombró entonces que al final de la velada del adiós, de su última reunión en la Casa de la Prensa camagüeyana —la más grande que se ha visto allí— su amado Luis cargara la urna entre aplausos, nervioso, como se lleva en brazos a la novia desposada para inventar de otro modo la eterna luna de miel.

Todo es fuerte, muy fuerte; esta crónica pudiera terminar ahí, pero voy a proponer otro final. Al momento de su muerte, mientras recogían con tristeza las cosas de la familia para dejar el hospital, su hermana Yuli escogió el vestido con que Yurislenia se iría del mundo: una pieza azul, sencilla y menuda como ella, llena de encendidos girasoles. Yani, la prima, insistió en que ella se lo pondría.

Así fue. A un colega presente, el vestido le recordó, por su intensidad visual y la emoción que emanaba, el hermoso cuadro La noche estrellada, de Vincent Van Gogh -pariente de Yuri por parte del gusto de ciertas flores- y decidió que, aunque él nunca podría hacer la cobertura de la muerte de la amiga, escribiría después, cuando se calmaran las aguas de Puerto Piloto, la crónica de la muchacha que ardió entre pétalos para llenarnos el mar y el cielo de girasoles. (Foto: Cubaperiodistas)


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