
La Habana, 7 dic.- “¡El que sea cubano, el que sea patriota, el que tenga vergüenza, que me siga”!, expresó el teniente coronel Juan Delgado, al disponerse con otros 18 hombres al rescate de los cadáveres del mayor general Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro, el 7 de diciembre de 1896.
Entre vítores y aplausos, alrededor de las 9:00 am del día de su muerte, el Titán de Bronce llegó con su estado mayor al campamento mambí, ubicado en la finca Purísima Concepción o Montiel, barrio rural de San Pedro, a unos siete kilómetros al sudoeste de Punta Brava.
Tras una rápida ojeada, halló aceptable el emplazamiento. Al norte había un palmar con algunos arbustos y un yerbazal. Al oeste, lindaba con el camino vecinal un campo de guayabas y al este y al sur, se extendía la sabana habanera. No todo era ideal, pero lo que más le complacía era acampar cerca de la localidad de Marianao, su próximo objetivo de ataque.
El general Antonio vio ante sí al regimiento de Santiago de las Vegas, con Juan Delgado al frente, al que se le había confiado el sector oeste; a los regimientos Goicuría y Calixto García, comandados por el coronel Ricardo Sartorio, jefe de la Brigada Oeste de La Habana y por Alberto Rodríguez, a los que encomendó la custodia del norte y este del campamento.
Le presentó armas el regimiento Tiradores de Maceo, con Isidro Acea de jefe de los guardianes de la posición sur suroeste. Además, en el norte noroeste, en la intersección de caminos, se había colocado una avanzada. Maceo expresó complacido: “Con estas fuerzas se puede ir al cielo”.
En la tarde, comunicó el ascenso a teniente coronel del comandante Rodolfo Bergés, del regimiento de Juan Delgado. Luego, el recién ascendido buscó a Panchito Gómez Toro para darle la noticia y le peló una naranja, pues al hijo del generalísimo Máximo Gómez una herida le imposibilitaba hacerlo.
El general Antonio estaba conversando con sus oficiales, cuando escuchó disparos. “¡Fuego en San Pedro!”, gritó Baldomero Acosta. Juan Delgado, que estaba en el grupo que departía con el Titán, salió en busca de su regimiento para incorporarse al combate. El resto se quedó junto al lugarteniente general para brindarle protección en caso de que el enemigo forzara la defensa cubana.
Si bien la avanzada cubana se sorprendió de la llegada de la guerrilla española, para esta también resultó un imprevisto el encuentro con tantos mambises.
El fuego graneado del regimiento de Santiago de las Vegas, evitó que los peninsulares siguieran avanzando. Los tiradores de Maceo y los mambises del Goicuría acudieron a reforzar las líneas insurrectas. La guerrilla ibérica retrocedió y se atrincheró tras unas piedras.
Al frente de una pequeña tropa, Maceo avanzó hasta un punto que enmarcaba el aledaño potrero Bobadilla, pero una alambrada impedía cargar contra las posiciones peninsulares. “Piquen la cerca”, ordenó.
Comenzaron a cortarla. “Esto va bien”, le oyeron decir, y casi de inmediato una bala lo impactó por el maxilar derecho que lo fracturó en tres pedazos y seccionó la carótida.
Sus ayudantes trataron de sacar del lugar el cadáver. Heridos y agotados todos los recursos, desistieron al carecer de ayuda. Cuando abandonaban el potrero, uno de ellos vio venir a Panchito Gómez Toro, brazo izquierdo en cabestrillo.
En el campamento mambí reinó la confusión y el caos. Dionisio Arencibia relató en la revista Bohemia de diciembre de 1946:
“Un grupo de mambises que acababa de replegarse de la avanzada de La Matilde llega al pabellón de Maceo, indagando sobre la noticia de su muerte, cambia informaciones sobre la situación que se les crea con la retirada de los generales sin disponer nada para el rescate del caudillo, calculando probabilidades en tiempo y distancia para realizar la acometida”.
“La imagen de la deshonra, del deshonor militar, toda la vergüenza de consentir que el general caiga en poder del enemigo, que cual trofeo de triunfo inigualable lo exhibiría como fiera, deshonrándolo y deshonrándonos con sus profanaciones y burlas”.
Como movido por un resorte, el coronel Juan Delgado, vibrante de ira, dijo: “No, yo no permito la deshonra del Ejército Libertador; no podemos permitir que las fuerzas de La Habana sean culpables de la mayor de las deshonras que pueda sufrir un ejército valiente como el nuestro. Si el cuerpo del general Maceo cae en poder del enemigo, mereceremos el anatema de cobardes de nuestros compañeros, de todos los cubanos y aun de nuestros propios enemigos. Antes que permitirlo y que el General en Jefe sepa que estando yo en este combate el cadáver del General fue capturado por los españoles, prefiero caer en poder del enemigo”.
Con 18 hombres, que desafiaron las balas enemigas, sin conocer el terreno donde iban a operar ni el tamaño de las fuerzas que deberían enfrentar, en una carga antológica, marcharon machete en alto al rescate de su general.
Junto a Juan Delgado, estuvieron los coroneles Ricardo Sartorio y Alberto Rodríguez; 11 subordinados de Delgado siguieron a su jefe; tres de Sartorio y dos de Rodríguez Acosta.
“Todos íbamos a vender caras nuestras vidas”, confesaría años después el oficial mambí José Miguel Hernández.
Se internaron en el potrero Bobadilla. A un grupo de hispanos que saqueaban cadáveres, los hicieron retroceder hasta una cerca de piedra, desde donde un destacamento de caballería española les protegió la retirada.
José Miguel Hernández se adelantó con el objetivo de cargar, pero el caballo se le espantó. “¡Aquí están!”, gritó.
Sus compañeros se le unieron. Hasta ese momento, solo buscaban el cuerpo del general Antonio Maceo. Allí, junto al Titán, encontraron el cadáver del capitán Francisco Gómez Toro.
Atravesados en dos cabalgaduras, retiraron los cadáveres y transportaron a la finca Lombillo, al anochecer.
Años después relató Manuel Piedra Marte: “Bajo un cobertizo formado por algunos horcones y una parte de la techumbre de una caseta en ruinas, en las cercanías de un tanque, yacía el cuerpo de Maceo y, junto a este, tendido en igual posición, el de Panchito Gómez. Visto a la amarillenta y vacilante luz de aquel nunca tan triste crepúsculo otoñal, el héroe parecía dormido... El tiempo no había dado aún a su robusto y bien modelado cuerpo la rigidez característica de la muerte, ni alterado las líneas suaves de su rostro”.
Con su suspicacia guerrillera, Juan Delgado los llevó a campo traviesa y por el terraplén de Verracos, desembocaron al camino de Bejucal al Rincón. Ya había convencido a los generales Miró, Pedro Díaz y Sánchez Figueras de marchar hacia una finca llamada Cacahual, donde residía su tía materna, Candelaria, esposa de Pedro Pérez, a quien entregó los restos del Lugarteniente General y de su capitán ayudante.
Pérez y sus cuatro hijos, al quedar solos, escogieron un paraje escondido y solitario y allí cavaron. Primero colocaron a Maceo y luego, con su cuello apoyado en el brazo derecho del Titán, a Panchito.
Después de rellenar la tumba, borrar todo tipo de huellas y marcar la posición del lugar, hicieron el solemne juramento de morir antes que revelar el secreto. El mundo desconoció dónde se hallaban los restos de los dos patriotas, hasta la exhumación en septiembre de 1899. (Texto y foto: ACN)