La Habana, 12 jul.- Ejemplo excepcional de conducta humana, Mariana Grajales Cuello vio la luz el 12 de julio de 1815, en la ciudad de Santiago de Cuba, tierra rebelde que la sintió crecer con una educación ética en el seno de la familia y también elevarse en estoicismo, cuando con amor maternal y orgullo de patriota entregó sus hijos a la causa independentista.
Sus méritos fueron mucho más allá de haber traído al mundo y forjado a titanes. Cual orfebre de prodigiosas manos supo bordar su historia de madre y de mujer; y lo mismo en el hogar que en los campos insurrectos y en la emigración, defendió su espacio y se ganó la admiración de quienes se privilegiaron de conocerla.
Al cumplirse 210 años de su natalicio, se evoca a aquella cubana ícono de las gestas independentistas, transgresora, resiliente, patriota que con todo donaire y frescura se casó a los 16 años y tuvo el coraje de construir un proyecto de vida, al imponerse a los prejuicios de la sociedad que la discriminaba por ser pobre, negra y mujer.
Sin perder ánimo ni ternura siguió después la joven viuda, guía de familia con tres varones en un ambiente de precaridad y, más tarde, como la muchacha enérgica, capaz de defender ideas y principios, con el valor de inscribir como hijo natural a Justo, su cuarto vástago, y unirse consensualmente al amor de su vida, Marcos Maceo, con quien creó un hogar armónico, pródigo de afectos.
Como progenitora de 14 hijos, entre ellos los audaces Antonio y José, resultó horcón, aliento, acicate de su tribu heroica; enseñó a sus descendientes a sentir que por encima del hecho mismo de la vida estaban la justicia, la libertad, la Patria. Así, devenida paradigma de entrega y consagración, llega hasta hoy y su ejemplo altísimo nos la devuelve como Madre de todos los cubanos.
Un legado inmenso atesora Cuba de Mariana, la que marchó a los escenarios de pelea junto a su prole con más de 50 años y no abandonó el frente de combate durante los 10 años de la Guerra Grande; la enfermera de sangre del Ejercito Libertador, quien no dejó de curar heridos ni de estimularlos para que volvieran a la lucha una vez restablecida la salud.
Su grandeza no reside solo en que gestara y pariera una legión de héroes; su estatura se encumbra aún más al educar hijos virtuosos, alcanzar la supervivencia a 11 vástagos en el ejercicio de las mejores cualidades humanas, de instruirlos como hombres y mujeres de bien y forjar artífices en la lucha por la independencia de la nación del colonialismo español. Un logro extraordinario que la sociedad debe justipreciar siempre.
Toda bondad, pero severa en la disciplina, se las ingenió para fraguar una familia sustentada en sólidos valores, unida ante el dolor y la prosperidad. Rebosante de alegría les hizo jurar de rodillas libertar a la Patria o morir por ella, aunque su corazón de madre palpitase ante la posibilidad de la muerte de algunos de sus hijos.
Conservó la dulzura propia de su fecunda maternidad, a pesar de los vestigios dejados por ese cuarto de siglo en combate sin interrupción por la soberanía desde la pequeña hacienda de Majaguabo, en San Luis, sin un momento de flaqueza, viviendo en cuevas y otros parajes similares a los de los cimarrones, cruzando ríos, subiendo montañas, bajo la lluvia o el sol ardiente.
En Kingston, Jamaica, le llegó la muerte el 27 de noviembre de 1893, sin embargo, en su natal Santiago de Cuba está definitivamente su tumba siempre con flores para honrar a la Madre de la Patria, la mujer valerosa que antepuso a sus sentimientos los anhelos de independencia de la nación esclava.
Ante tan dura pérdida, José Martí resumió en el periódico Patria: “¿Qué había en esa mujer, qué epopeya y misterio había en esa humilde mujer, qué santidad y unción hubo en su seno de madre, qué decoro y grandeza hubo en su sencilla vida, que cuando se escribe de ella es como la raíz del alma, con suavidad de hijo, y como de entrañable afecto?”.
Un patriota que la conoció bien y admiró en los campamentos y escenarios de batallas en la lucha independentista, el mayor general José María Rodríguez Rodríguez (Mayía), enterado de la triste noticia de su fallecimiento, a los 78 años, dijo meses después del suceso:
“Pobre Mariana, murió sin ver a su Cuba libre, pero murió como mueren los buenos, después de haber consagrado a su Patria todos sus servicios y la sangre de su esposo y de sus hijos. Pocas matronas producirá Cuba de tanto mérito, y ninguna de más virtudes.”
Ahora la roca que atesora las cenizas del Comandante en Jefe Fidel Castro en el cementerio patrimonial Santa Ifigenia, de la Ciudad Heroica, está cerca de la tumba de la irreductible mambisa, cuya vida fue un canto al coraje que el invicto líder estimó siempre; así desde la Sierra Maestra honró con su nombre al pelotón de valerosas mujeres que, con su apoyo, pelearon por la libertad.
Las Marianas de hoy desde el surco, la fábrica, la escuela, el hospital o la trinchera la realzan porque beben de su ejemplo, se arman de su estirpe y, sobre todo, consideran que lo más importante es enaltecerla cada día para que las nuevas generaciones se formen con el espíritu de ella como ser humano y en la educación de sus hijos e hijas.
En tiempos de complejidades socioeconómicas, crisis y bloqueo, ella es aliento y fortaleza; su entrega aún estremece y demuestra que cualquier escollo puede vencerse si hay convicción y compromiso.
Su luz alumbra todavía, su ejemplo convoca a seguir bebiendo de la savia de esta insigne patriota que fue también desafío y voluntad, por lo que continúa indisolublemente ligada a la vida de Cuba, a los 210 años de su natalicio. (Texto y foto: ACN)