La Habana, 27 jul.- Se podría comenzar por las supersticiones que han rodeado a la tecnología entre los extremos de la devoción y el repudio. Pero a estas alturas no parece pertinente hacerlo, aunque perduren indicios de tales actitudes y de los hechos que las calzan. La imprenta, para cuyo desarrollo se estiman decisivas las contribuciones de Johannes Gutenberg (1400-?1468), ha servido para reproducir maravillas y enriquecer lo mejor de la cultura, y para multiplicar infundios y perversidades contrarias a la ética, a los valores que la humanidad necesita cultivar para salvarse y seguir mereciendo ese nombre.
En los presentes apuntes, escritos en Cuba y pensados para ella, valdría recordar que el fusil que diseñó Wilhelm Mauser (1834-1882), alemán como Gutenberg, no se fabricó para el uso que hicieron de él nuestros mambises. Cabe colegir que se pensó para destripar a emancipadores como esos, y en general a quienes desafiaran la arrolladora expansión del capitalismo.
El máuser daría continuidad y “superación”, por ejemplo, a las armas de fuego empleadas contra las poblaciones originarias que vivían en el territorio que migrantes europeos les arrebataron para fundar los Estados Unidos.
Donde y cuandoquiera que se haya inventado —según indicios se infiere que fue quizás en la Mesopotamia y por el año -3500, o antes— la rueda, sin la que hace largo tiempo es inimaginable el mundo, agilizaría operaciones básicas para la vida cotidiana, y, aparte de destrozar por accidente o mala manipulación quién sabe a cuántos seres vivos, humanos entre ellos, se ha empleado en ambulancias y en ingenios mortíferos. Algo parecido vale decir de la dinamita, que, lograda por el sueco Alfred Nobel para facilitar labores productivas, se ha usado asimismo con fines bélicos.
Con el sentimiento de culpa que eso último le creó, el científico sueco tuvo la iniciativa de legar su fortuna para crear el Premio que lleva su nombre, y que se instituyó cuando ya él había muerto, por lo cual sus caminos prácticos se deben atribuir a quienes fijaron sus normas, y a su posterior evolución. Sin entrar a discurrir sobre las demás ramas, particularmente el Premio Nobel de la Paz se ha desprestigiado al dársele a un guerrerista como Barak Obama, entre otros. Y cuando se escriben estas líneas corre el peligro de caer —nunca mejor usado ese verbo— en el abominable Donald Trump.
Entre los muchos “méritos” que acumula para optar por esa distinción o patente de corso, figura el haber ordenado los recientes ataques aéreos, que él mismo ordenó, contra Irán, y que calificó de “éxito total”, además de compararlos con las bombas atómicas lanzadas por orden del César de entonces contra Hiroshima y Nagasaki. Y esas bombas recuerdan el descubrimiento de la energía nuclear, que debía servir solo para fines pacíficos, muy diferentes de los que acabó teniendo en manos de intereses imperialistas.
Pero los apuntes aquí esbozados no intentan adentrarse en esas complejidades, que exigirían detenerse en lo mucho —bueno y malo— que la tecnología ha significado y seguirá significando para el mundo, si este no se destruye antes de que ella dé todos los frutos valiosos que debería dar. Este artículo rozará principalmente asuntos mucho más leves, en particular un dispositivo que hoy concentra a nivel masivo e individual el valor y los usos de la tecnología: el teléfono móvil.
Nadie debería negar la utilidad de ese “aparatico”, ni desconocer las chambonadas que se asocian con él cuando —para no ir más lejos— en medio de una función teatral, o de un concierto, suena un teléfono y quien lo porta echa mano de él para atender una llamada de la que parecería que dependiera el destino del mundo, o al menos de quien la recibe. Tal grado de impertinencia es comparable con la entrada a la sala de teatro de un vendedor de maní que pregona su mercancía y suscita bulla y gritos como “Yo quiero”, “Dame dos cucuruchos” y otros por el estilo.
Si alguien cree que el articulista exagera será porque nunca ha presenciado escenas como esa, ni ha estado en un salón de reuniones al que valdría considerar que las personas presentes fueron para escuchar —no solo oír— algo de su interés. Pero las alarmas telefónicas no dejan de graznar. Con tales impertinencias, quienes las cometen se irrespetan a sí mismos e irrespetan al público, no solo a quienes están en el uso de la palabra o brindando una obra de arte.
Por si todo eso fuera poco, no ha faltado el representante de la televisión que, entrevistado en un programa de ese medio, propicie que la teleaudiencia nacional oiga y vea cómo el programa sufre las andanadas de chillidos del teléfono que él, el entrevistado, llevó encendido al set.
Probablemente expertos digan que tales actitudes revelan una severa adicción a la tecnología, al telefonito, o expresan un código jerárquico propio de aquellos cuyas decisiones pueden ser vitales para el país, o para el mundo. Pero incluso en casos en que las llamadas fueran tan importantes, hay opciones para comportarse correctamente y no molestar al colectivo. Si quien conduce un vehículo está obligado a conocer y respetar las leyes del tránsito, y dominar los mandos del vehículo —otra cosa es que no lo haga—, un deber similar le corresponde cumplir a quien “maneje un teléfono”.
En una sala de teatro u otro local donde se deba guardar silencio para atender lo que se dice —o se canta, o se toca si de música se trata, o se representa— y permitir que los demás atiendan, lo ideal es apagar el teléfono, o ponerlo en modo de silencio. Pero hay quienes no lo manejan adecuadamente o, incapaces de ponerse en modo de silencio a sí mismos, hablan hasta por los codos sin que les importe molestar.
Si esperan llamadas que estarían obligados a responder, no tendrían que apagar el teléfono: bastaría que lo pusieran en modo de vibración. Así, sin que nadie más se entere ni a nadie moleste, sabrán que los llaman y, para atender la llamada, pueden levantarse de su sitio y salir del local con todo el cuidado que pondrían si sintieran la urgencia de ir al urinario. Ese acto —¿alguien lo duda? — reclama una atención que hasta más perentoria que una llamada telefónica podría ser, pero no autoriza a tener un mal comportamiento.
Se habrá visto que aquí no se habla precisamente de normas tecnológicas, sino de algo tan importante y antiguo como una educación satisfactoria, que no siempre ni necesariamente se corresponde con niveles de conocimiento en cuanto a información, a instrucción. Se puede ser muy universitario, muy doctor, muy académico, muy muy, y tener una educación deplorable, que a veces podría mezclarse con una de las expresiones del abuso de poder: la practicada por quienes se sienten con derecho a desconocer y violar todas las normas: “Esas son para los demás, no para mí”, piensan.
Lo que está claro es que, de los malos y hasta monstruosos frutos de la tecnología, no es responsable ella misma: van a la cuenta de quienes la usan, o la usamos. Ahora está en boga la llamada inteligencia artificial. Quizás su nombre debería replantearse, pero ya está instalado con un arraigo tal que —como suele suceder con lo menos deseable— sería difícil revertir.
Más aconsejable o más práctico será defender que sea usada del modo más fértil, más ético: al servicio de lo que alguien que sabía de esas cosas llamó “fin humano del bienestar en el decoro” (José Martí III,117). Eso también concierne a las falacias de lo que —ahora con el auxilio de la inteligencia artificial— se ha dado en llamar posverdad, para enmascarar lo que a menudo no es sino imperio de la mentira disfrazada de creatividad ultramoderna. En el arranque de uno de sus poemas, titulado “Poética”, porque resume sus criterios en esa esfera creativa, el pensador a quien acaba de citarse sin nombrarlo, escribió: “La verdad quiere cetro”. Ningún cetro se le puede conceder a la mentira.
Seguramente quien haya leído lo aquí escrito sabrá a quién viene aludiéndose, pero honra nombrarlo. José Martí sobresalió por aciertos como el de plantearse propiciar que nuestra América alcanzara el desarrollo científico y tecnológico necesario para ponerse a la altura de los tiempos. Sabía que no debía quedar rezagada con respecto a los poderes metropolitanos que se proponían seguir sojuzgándola. Sus desvelos en ese terreno lo evidencian textos como varias de sus colaboraciones de 1883 y 1884 en La América, revista en lengua española que se editaba en Nueva York y él llegó a dirigir.
Eso sí, su empeño en ese terreno lo orientó siempre el afán de que a nuestros pueblos no los dañara el empobrecimiento espiritual. Consciente de la “inutilidad de la ciencia sin el espíritu” (XXI,282), y con su permanente guía ética, sostuvo: “De la naturaleza se tiene el talento, vil o glorioso, según se le use en el servicio frenético de sí, o para el bien humano” (IV,379).
Resulta especialmente aconsejable tener presentes sus juicios cuando los caminos de la ciencia y la tecnología han llegado a la llamada inteligencia artificial. Lo más importante de semejante logro tecnológico no radica en que tal vez su nombre podría replantearse, pues ya está demasiado afincado para que se le pueda revertir, sino en saber con qué actitud asumirla o, llegado el momento, enfrentarla.
José Martí fue igualmente el poeta que —como se lee en el pórtico de su Ismaelillo— abrazó la “fe en el mejoramiento humano” y en “la utilidad de la virtud”, y en el ciclo, más que libro, de sus Versos libres, aparece un poema que empieza anunciando: “Yo sacaré lo que en el pecho tengo / De cólera y de horror”. En él afirma: “Conozco al hombre, y lo he encontrado malo”. Ni de lejos era pesimista, pero sabía necesario conocer lo que urgía transformar, o combatir, y con quiénes se podía contar en esa empresa.
Por razones de entorno y cronología, Versos libres representa en gran medida la zona que en su lírica puede percibirse como correlato de sus crónicas estadounidenses, escritas en Nueva York. En ellas se piensa al leer otro de los poemas de ese ciclo, “Amor de ciudad grande”: “De gorja son y rapidez los tiempos”, empieza, y termina aludiendo a lo que sería un vino representativo de esa ciudad: “Tomad! Yo soy honrado, y tengo miedo”. En él, ese miedo se ha de entender como preocupación ante los rumbos por los que veía encaminarse a la sociedad estadounidense, no como cobardía.
Fue el revolucionario que organizó una guerra destinada no solo ni ya principalmente a librar a su patria del colonialismo español, sino a impedir que los Estados Unidos se apoderasen de las Antillas y de toda nuestra América y tuvieran esa fuerza más para lanzarse contra el resto del mundo. Y en esa guerra dio también pruebas de su coraje, hasta caer en combate.
De aquellos Estados Unidos provienen muchos de los mitos asociados a la tecnología, y de los manejos con que ella es empleada al servicio de intereses opresivos. Pero así en esos terrenos tan abarcadores y fundamentales como en la mala educación que a menudo campea en el uso de los recursos tecnológicos, vale decirle a la tecnología: “Usted no es la culpable”.
Nota bibliográfica: Las indicaciones entre paréntesis junto a las citas de José Martí remiten al tomo (el número romano) y la paginación (el arábigo) correspondientes en sus Obras completas editadas en La Habana entre 1963 y 1966, con reimpresiones. Las citas de poemas se localizan fácilmente por sus títulos en el tomo XVI de esas Obras, pero se recomienda buscarlas en su Poesía completa. Edición crítica, donde los textos están mejor reproducidos. (Texto: Luis Toledo/ Cubadebate) (Foto: Cubadebate)