El sol de Camagüey se impone como una losa de luz blanca que se extiende sobre la llanura, tan plana como la palma de una mano abierta. El aire inmóvil desprende el aroma a tierra reseca, a boñiga antiguas y a un verde resignado que lucha por aferrarse con raíces desesperadas al corazón rojizo de la provincia. En este vasto mar de pastos y sabanas interminables el tiempo no se mide en horas, sino en el ritmo pausado y obstinado de un hombre que se inclina sobre el surco.
Se llama Ramón, Rafael, o simplemente “el viejo”. En realidad su nombre es lo de menos, es la representación viva de una estirpe. Su sombrero de yarey desgastado por los años actúa como un refugio para una sabiduría que no se adquiere en manuales. Sus manos convertidas en mapas en relieve, cuentan historias: un callo representa el cerro de Tuabaquey, una cicatriz dibuja el cauce del río Hatibonico y las grietas profundas de sus palmas son los surcos que día tras día traza en la tierra.
La jornada de este hombre comienza cuando la neblina todavía se aferra a los bajos. Su herramienta principal un azadón, se convierte en una extensión de su propio cuerpo. No cultiva alimento en abstracto, él dialoga con cada mata de plátano, examina el color de las hojas del boniato, escucha el susurro del viento que puede traer, o no, la tan esperada lluvia. Es consciente de que está librando una batalla silenciosa y monumental: alimentar a un país con sus propias manos.
A su alrededor el paisaje presenta una paradoja. Si acaso hay un tractor, reposa bajo su sombra. El riego depende de la voluntad de las nubes. Sin embargo, él persiste. Su resistencia tiene una calidad moral, casi física, comparable a la robustez de la madera de caoba.
Cuando el sol alcanza su punto máximo, el calor se vuelve un mazo. El viejo busca refugio bajo un algarrobo, se quita el sombrero y se enjuga la frente con un pañuelo que un día fue blanco. Toma un sorbo de su agua y contempla su parcela. En sus ojos cansados pero brillantes no hay signo de derrota, solo una evaluación constante, un cálculo ancestral. Allí en ese pequeño pedazo de tierra se condensan su reino, su orgullo y su preocupación.
Al atardecer cuando el sol se transforma en una brasa colosal que se hunde en el horizonte, tiñendo de oro los pastizales, el viejo recoge sus herramientas. Su espalda se arquea en una curva perfecta, la arquitectura del esfuerzo. Camina hacia su modesta casa de tabla y tejado, con el paso lento pero seguro de quien sabe que mañana, sin falta, la llanura volverá a esperarlo.
Mientras la llanura respire él estará allí con su sombrero de yarey y sus manos de mapa, siendo la raíz más profunda y el fruto más esencial de esta tierra. (Martha Karla Gutiérrez Pacios/ Estudiante de Periodismo Radio Cadena Agramonte) (Foto: Tomada de Internet)