La llamaron “La poderosa II” al viejo rocín de acero que condujo a Ernesto “Che” Guevara, y su fiel escudero Alberto Granados, desde los Andes hasta la Amazonía. No buscaban gigantes, sino pueblos olvidados donde afloraba la pobreza e injusticia social.
Entre sueños y fatigas despertó un revolucionario, cada kilómetro encendía en el joven médico una chispa que cruzaría fronteras. Por tal motivo, al graduarse en 1953, emprendió su segundo viaje por la región.
Visita entonces Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, el Salvador y finalmente Guatemala. En este último, Guevara intenta unirse a las milicia para defender el gobierno progresista de Jacobo Árbez, pero debe huir del país y exiliarse en México.
Una casa modesta de Ciudad de México presenció el eco de sus ideales en la voz de un joven abogado cubano, Fidel Castro. Las conversaciones de ambos se extendieron entre el humo del café y planes para una isla oprimida que reclamaba libertad.
Un año después en noviembre de 1956 zarparon desde Tuxpan junto a otros ochenta hombres. La travesía más que un viaje, marcó el inicio de un paradigma: el médico argentino que partió hacia Cuba y cambió la bata por el uniforme verde olivo.
El Che Guevara se ganó el respeto y cariño del pueblo por su valentía, disciplina y sentido de justicia, durante la lucha armada en Cuba. Desde La Sierra Maestra, compartió el hambre, el cansancio y los peligros con sus compañeros, sin pedir privilegios. Lideró combates decisivos y curó heridos con la misma entrega con que empuñaba el fusil.
Tras el triunfo de la Revolución, Ernesto Che Guevara se estableció en la isla, donde formó una familia y se convirtió en uno de los pilares del nuevo gobierno. Ejerció cargos de gran responsabilidad, pero nunca se apartó de la vida sencilla ni del trabajo junto al pueblo.
Sin embargo, su espíritu internacionalista no conocía fronteras. Renunció a sus cargos, a su comodidad y hasta a la ciudadanía cubana, para volver a los caminos de la lucha. Así partió nuevamente, convencido de que su deber no terminaba en Cuba, sino en cada rincón del mundo donde existiera un pueblo oprimido.
En su última travesía llegó a Bolivia, donde entre montañas áridas y caminos hostiles, organizó una pequeña guerrilla que enfrentó el aislamiento, la escasez y la traición. Aun así, mantuvo intacta su fe en la libertad y el poder del pueblo.
En octubre de 1967 fue capturado y ejecutado en La Higuera, pero su muerte no apagó el legado. Ya no se trataba del protagonista loco de una novela cervantina, un profeta de mejores tiempos, portavoz del grito de esperanza que muchos necesitaban, sino del fuego eterno de América Latina. (Texto y foto: Lenisbel Iracena Espinosa Pacheco/ Estudiante de Periodismo/Radio Cadena Agramonte)