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Nicolás Guillén, la límpida mirada


Por Gregorio Ortega (Colaborador de Prensa Latina)

El adjetivo fino adquiría en labios y en la escritura de Nicolás Guillén un sentido definitorio. El, tan popular, tan hondo conocedor del pueblo cubano; sin duda, precisamente por ello, desdeñó siempre lo chabacano y lo grosero.

Sabía, al examinar hombres y acontecimientos, tomar la distancia que exige la Historia -así, con mayúscula. Basta leer lo que escribió sobre tres mulatos que grabaron su nombre en nuestra historia: Lino Dou, teniente coronel del ejército mambí, el ayudante más querido de José Maceo, que fue representante a la Cámara; Juan Gualberto Gómez, el conspirador junto a Martí en la Guerra Chiquita y en la revolución de 1895; y Martín Morúa Delgado.

El primero, conservador, menocalista; liberales los otros dos, uno zayista, el otro miguelista; uno, había sido separatista; el otro, autonomista. Al lector contemporáneo, a casi un siglo de distancia, esas preferencias políticas tal vez nada le digan; pero lo que hoy cuenta, y mucho, es la límpida mirada de Guillén, que aunque apasionada, siempre fue justa, ponderada, caladora, jamás mezquina.

Supo destacar el destello de diamante que hubo en cada uno de ellos. Ese destello que convierte en aleccionadores y perdurables los artículos que les dedicó. Ese destello que nos alumbra el camino hacia la verdad de la Historia -de nuevo, con mayúscula.
En este año, en que se cumple el centenario del nacimiento de Nicolás Guillén, dejo a otros hablar de su memorable poesía, que completó la lengua española: quiero hablar de cómo fue Guillén.

El, que al calificar ciertas trapacerías, aseveraba que "no tenía mala lengua, sino buena memoria", cuando un entrevistador en la radio moscovita lo presentó como Premio Lenin, lo rectificó inmediatamente: "No, Premio Stalin", que así era como se llamaba cuando se lo concedieron.

No era que ignorara lo que había sido Stalin ni intentara reivindicarlo; era que Guillén asumía la historia a plenitud, cada cosa a la luz de su momento y en su contexto. Nada de trasnochados y cobardes malabarismos con el pasado. Como dijo Borges: el destino es de hierro.

Hablé por primera vez con Nicolás Guillén cuando se dejaba caer por la revista La última Hora. Jocundo, ocurrente, conocía muy bien el mundillo cultural y político de la época, y le bastaba una palabra o una frase para clavar a un fantoche o hundir en el ridículo la maroma de turno que estaba en ese momento en el candelero.

Luego, a fines de 1958, ya en Buenos Aires, al atardecer, coincidíamos a menudo en los cafés frente a las redacciones de los diarios vespertinos, ávidos de leer aún con la tinta fresca la última noticia de Cuba. Jamás he conocido poeta alguno que diga sus versos como Nicolás Guillén. Recuerdo su voz rotunda, grave, caer desde la alta galería sobre el patio colmado de la Sociedad Argentina de Escritores, y suspender al auditorio con sus ritmos, sus silencios y sus énfasis, hasta que al cesar su voz estallaba, delirante, el cerrado aplauso.

Despedí aquel año en casa de Miguel Angel Asturias. Allí se encontraban Nicolás Guillén y Rafael Alberti. Estábamos en el balcón cuando sonaron las doce campanadas. Alcé mi copa por la caída de Batista y, con espanto de Blanca, la mujer de Asturias, que temía el contagio de mi ejemplo, la arrojé ya vacía contra el empedrado de la desierta avenida.

De madrugada, al salir, no encontré un taxi que me llevara hasta la pensión donde vivía, en la calle Chacabuco. Me acosté fatigado por la caminata, y llevaba poco tiempo durmiendo cuando me despertaron apresurados golpes en la ventana. Un pianista de cabaret que era mi vecino de cuarto y regresaba en esos instantes de su trabajo, me gritaba: "Cubano, cubano, huyó Batista". Acababa de escuchar la noticia por radio. Llamé por teléfono a Guillén, que me la confirmó.

Nos citamos para vernos inmediatamente en la puerta del diario El Mundo. Allí, los periodistas nos mostraron los despachos de las diversas agencias.

Agudo periodista, sabía no sólo cavar hondo, sino también escoger ese instante fugaz que nos da la estampa permanente. Recordó en un artículo, con motivo de la muerte del sabio Don Carlos de la Torre y Huerta, el encuentro del malacólogo con Pablo Neruda. Lo primero que hizo el poeta chileno, cuando estuvo en La Habana a comienzos de los años cincuenta del pasado siglo, fue expresar su deseo de conocer al naturalista cubano.

Hablaron durante toda una tarde de poesía y de moluscos, y Don Carlos llevó a Neruda a conocer su extraordinaria colección de caracoles. El poeta guardaría siempre con veneración una caja donde sobre algodones conservaba unas conchas que le había regalado Don Carlos de la Torre.

Era yo embajador en París cuando la Universidad de Burdeos le ofreció un homenaje a Nicolás Guillén. Fue una noche memorable, y a su regreso a la capital francesa, el poeta leyó sus versos en una de las facultades universitarias de París.

Ya su vista decaía, y para que pudiera leer sus poemas hubo que copiárselos con una máquina de escribir que tuviera grandes letras.

Vivió en esos días en mi residencia de embajador en la Avenida Foch, un apartamento con una complicada distribución de salones, estancias y corredores.

Una madrugada oí ruidos extraños en la residencia. Me levanté, y encontré a Nicolás perplejo, con un plátano en la mano. Le había entrado hambre, había ido a la cocina a buscar qué comer, y no lograba el camino de regreso a su cuarto.

Comprendí que no había nada que más extraviara a un poeta, a un verdadero poeta, que un laberinto diplomático.

*El autor es escritor cubano (Colaborador de Prensa Latina)


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