José Alberto González Quiroga no era camagüeyano, aunque lo parecía de tanto como se le quiso aquí. Era santiaguero, con ese acento que, aunque pausado por los años y la pausa de la dirección, se le descubría en cada sílaba precisa. Tenía la elegancia de los caballeros de antes, de los que no pasan, y una educación que imponía sin alzar nunca la voz. Lo veías llegar doblando la esquina desde la puerta de mi casa, y sabías que era él. Luego en bicitaxi, siempre con la misma sonrisa amable como saludo: “El premio lo da el oyente”.
En el estudio lo podía todo. Lo vi en su elemento, en su reinado: la cabina. A la derecha el grabador, a la izquierda la musicalizadora, y delante el cristal que cruzaba una y otra vez con un gesto, con la voz, con la mirada que enfocaba a los actores. Lograba un silencio escandaloso, como solo él podía hacerlo, cuando el sonido no era exacto. Y entonces corregía, sin apuro, sin dureza, pero con esa firmeza que nace del amor absoluto por la radio.
Hablamos en el 2019, en la sala de su casa. Acabada de merecer el Premio Nacional de Radio. Entonces supe lo que ya sospechaba: que no era la técnica ni el oficio lo que sostenía sus dramatizados, sino una visión ética, estética y profundamente humana de lo que debía ser el arte radial. Que detrás del hombre serio al mando de la grabación, estaba el santiaguero alegre, que en los descansos regalaba ocurrencias con la sandunga intacta de su tierra natal.
Recordaba a Lloga, a Soler Puig, a su tío Alejandro Quiroga. Hablaba de ellos con reverencia, como quien sabe que todo lo que se hereda con gratitud se transforma en legado. “Doy clases para aprender”, me dijo, y yo supe entonces que también era maestro en el sentido más generoso de la palabra. Uno que escucha preguntas ingenuas y las convierte en lecciones profundas.
Ese día hablamos de Mulata, la novela que dirigía entonces, que aún puede mantener en vilo a la audiencia de Radio Cadena Agramonte. “La radio te acompaña siempre”, me dijo. “Yo no puedo vivir sin ella”.
Ayer falleció Quiroga. Tenía 76 años. Y he recordado aquella entrevista. No puedo evitar pensar en eso, cuando ya no está. Porque sigue en el aire, como su voz. En cada escena que él dirigió, en cada novela que nos hizo vivir con los ojos cerrados, en cada silencio perfecto que moldeó como artesano del sonido. Quiroga no necesitaba premios, aunque los merecía todos. El verdadero reconocimiento, como él bien sabía, lo da el oyente.
Y nosotros, sus oyentes, lo premiamos con el recuerdo. Porque el arte verdadero, como el buen sonido, no se desvanece: resuena. (Yanetsy León González/Adelante Digital) (Foto: Adelante Digital)