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Radio Cadena Agramonte emisiora de Camagüey

Rusia, soberanía, defensa

El amor en tiempos de guerra


La Habana, 15 may.- Llegamos a Kíev en julio de 1978, y nos hospedaron, provisionalmente, en un campamento de verano del Konsomol, en las afueras de la ciudad. Es decir, que mis primeros recuerdos de aquel país multinacional (me refiero a la Unión Soviética, en la que cabía una Ucrania socialista), están asociados a ese entorno idílico. Todo era nuevo, o parecía serlo: el olor húmedo del bosque, el color de la tierra, los árboles desconocidos que identificábamos de forma genérica como pinos, a pesar de su variedad, pero que tenían otros nombres, las muchachas ¿ucranianas?, ¿rusas?, que sonreían con indulgencia ante nuestro aún precario dominio del idioma y el indoblegable empeño caribeño en relacionarnos. Era el breve preámbulo de una estancia de cinco años de estudios universitarios en aquella hermosa ciudad, lejos de la Patria y de la familia.

En esos bosques –—lo supe después— se combatió en los duros años de la Gran Guerra Patria. En las calles de la ciudad, durante los días feriados, aparecían hombres y mujeres de edad avanzada con el pecho cubierto de medallas. Eran los veteranos de la guerra, pero nunca pregunté si eran ucranianos, rusos o bielorrusos. Los que provenían de las repúblicas soviéticas de Asia Central se diferenciaban más. Pero Kíev era de todos. En la Gran Guerra Patria, la Patria era el Todo, cada centímetro de tierra soviética, llámese Rusia, Ucrania o Bielorrusia. Cuando un veterano subía a la guagua, el trolebús, el tranvía o el metro, los jóvenes le cedían de inmediato el asiento. En el Frente Ucraniano (este 9 de mayo, vi desfilar una vez más su estandarte en la Plaza Roja), se tejieron leyendas de heroísmo. No por gusto la Ucrania soviética estaba representada en la ONU y su voto valía tanto como el de cualquier estado miembro. Kiev era mayoritariamente ruso hablante, aunque los anuncios y letreros en las calles estaban en ucraniano. Las construcciones más antiguas de la ciudad eran catedrales y conventos ortodoxos. La franja occidental era más nacionalista. Estuve en Lvov. Su cementerio, de bellas esculturas funerarias católicas, conserva inscripciones en polaco. En Europa las fronteras de casi todos los estados se han corrido a la fuerza más de una vez.

Pero en Ucrania hubo también colaboracionistas que traicionaron a su pueblo. Suele ignorarse, pero el nacionalismo extremo suele ser el refugio de la burguesía ante la crisis interna o frente al avance del socialismo; en momentos de auge de la ideología revolucionaria, la contrarrevolución no se detiene ante consideraciones humanitarias. El nazismo/fascismo no es una ideología ajena u opuesta al liberalismo burgués; la diferencia en los métodos extremos responde a circunstancias extremas, al fiero instinto de conservación de una clase y de un sistema que necesita expandir su zona económica y política de influencia.

Stepán Bandera (Ucrania), Francisco Franco (España) y Augusto Pinochet (Chile), son tres ejemplos históricos bien definidos. El imperialismo estadounidense no sintió escrúpulos en emplear métodos, llamémoslos “extremos”, para derribar gobiernos rebeldes o anular la resistencia de los pueblos —no era necesaria ya la ocupación física de un territorio, el sometimiento colonial se ejerce con la ayuda de las “viceburguesías” dependientes—, desde la imposición de fascistas locales en América Latina o la creación de ejércitos talibanes en el Medio Oriente, hasta el ilimitado y amoral apoyo, material y político, al genocidio sionista que se ejecuta en Palestina. El cubano Luis Posada Carriles encaja en ese perfil: como Bandera, como sus seguidores hoy, pactan con un gobierno extranjero (imperialista/fascista) para combatir el comunismo en su país, y emplean sin recato métodos terroristas. El concepto que no se menciona, pero que subyace 

tras la emergencia del fascismo y del ultranacionalismo es “lucha de clases”.

Pero quiero referirme a la guerra que el imperialismo (la OTAN y los neofascistas locales) exacerba entre pueblos hermanos, con objetivos ajenos y contrarios a esos pueblos. En las redes sociales se hizo viral la filtración de un combate cuerpo a cuerpo, cuchillo en mano, entre dos soldados, uno ruso y otro ucraniano. La cámara corporal del ucraniano filmó el intenso forcejeo y grabó las últimas palabras de este. Ese momento, conmovedor, restablecía de súbito la humanidad de ambos: -Espera, déjame morir en paz-, dijo. -Déjame ir tranquilamente, no me molestes, eso es todo-, agregó. Cuando el soldado vencedor se retiraba, el ucraniano añadió: -¡Gracias! ¡Fuiste el mejor combatiente del mundo, adiós! Eres el mejor-. -Adiós, hermano-, respondió el ruso. La guerra no es una película de guerra: los muertos no regresan al camerino. En otra época, tachada de oscura por la propaganda hegemónica, esos contendientes a muerte hubiesen sido compañeros de aula en la Universidad de Kíev, mis compañeros de curso. La anécdota estremece, y me recuerda la novela pacifista Sin novedad en el frente sobre la Primera Guerra Mundial, de Erich María Remarque, prohibida después por el III Reich. En una trinchera combaten cuerpo a cuerpo el protagonista alemán y un francés; saben que, o matan o mueren, así es la guerra. Y el francés agoniza en brazos del alemán. Es su primer muerto. El “vencedor” ha tomado su cartera y duda en abrirla, pero esta cae al suelo y se esparcen las fotos de la esposa y la hija del “vencido”, las últimas cartas que recibió. El protagonista de la novela “escribe”: “Camarada —le digo al cadáver, serenamente ya—. Hoy tú, mañana yo. Pero si 

salgo de ésta, camarada, lucharé contra todo esto que nos ha destrozado a los dos”. El ucraniano muerto quizás creyó que defendía su terruño; no supo que entregó su vida y pudo habérsela quitado a otros para defender los intereses de la trasnacional del odio. Hay guerras necesarias, como la que organizó Martí por la independencia de Cuba y para impedir que los Estados Unidos se extendieran por nuestras tierras de América, de nuestra América.

Aun así, Martí habló de una guerra breve, sin odio. Es difícil, él lo sabía. Han pasado 80 años de la derrota de los ejércitos nazi-fascistas, pero la enfermedad que padece la hegemonía occidental se renueva, parece terminal. Otro mundo nace. Mientras agoniza, engendra monstruos de desesperación. El ejército ruso desfila en la Plaza Roja, frente al Mausoleo de Lenin. Aunque lleva la hoz y el martillo en cada estandarte, aunque la música del himno nacional ruso sea la misma que escuchábamos al despertar cada mañana de la era soviética cuando la radio iniciaba sus trasmisiones, el horizonte no es el mismo. A pesar de ello, toca a Rusia nuevamente, y a China, como tocó a la pequeña isla de Cuba en 1895, tan pequeña y tan grande, “equilibrar el mundo”. En la tribuna está un joven soldado convertido en héroe: es el vencedor de la pelea cuerpo a cuerpo del frente de batalla; es muy joven, pero sabe que pudo ser el vencido, que no habrá vencedor mientras existan vencidos. La victoria del 9 de mayo sigue siendo un símbolo, un recordatorio, una advertencia. El amor a la Patria, a la Justicia, incluye a veces, como demostró Martí en Dos Ríos, la voluntad de morir por ellas. (Texto: Enrique Ubieta Gómez/ Cubasí) (Foto: Cubasí)


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